Buenos Aires

BUENOS AIRES NOCTURNO

Como la muerte sigue a la vida, el reposo es la playa donde viene a perecer la soberbia del trabajo. Todos tenemos que pagarle tributo al descanso. Los hombres, las aves del cielo, las hojas de los árboles. Hasta el viento y la mar mitigan su violencia llegando a la noche. La noche es la tregua, la pausa grave en esa batalla sin fin que empeñaron los elementos desde que hay vida en el Cosmos.

¿Habéis puesto el oído alguna vez sobre el gran corazón de una ciudad dormida? Bajo la paz nocturna, una ciudad parece un monstruo descomunal que pone el ritmo de su pecho al compás del latido de la natu{196}raleza. Ninguna sensación es comparable a la que se percibe de noche, muy dentro de la noche, en las calles dormidas de una ciudad. Hay entonces en el aire no se sabe qué presagios, qué inminencias o qué supersticiosas revelaciones. El monstruo está dormido, y toda la tragedia que se reconcentra en su interior, entonces, a la hora central de la noche se revela a nuestra alma absorta. Lo más intenso que ha creado el hombre es la ciudad; la ciudad es la suma de toda la ambición, de toda la fiebre y de toda la maldad que vive en el espíritu del hombre. Viendo una ciudad dormida, es como si asistiéramos al entreacto de una tragedia. Nuestra alma tiembla de emoción al recordar las peripecias dolorosas del día que pasó, y se estremece ante la seguridad de los episodios del día siguiente. Cada día es un acto trágico; la noche es una pausa, y el espacio es el telón siniestro moteado de brillantes.

Pero no duermen del mismo modo todas las ciudades. Los pueblos frívolos desconocen el sueño rotundo y terminante; hasta muy cerca del alba hay en ellos un rastro de vida,{197} alguna orquesta pertinaz, algunos viciosos rezagados. En cambio, los pueblos que trabajan intensamente duermen de una manera definitiva, casi brutal. Una aldea de labradores duerme al compás de la naturaleza; ni siquiera parpadea una luz en sus casas; la aldea se acuesta en el seno del campo, hasta confundirse con la misma tierra. Las ciudades comerciales y laboriosas duermen del mismo modo rotundo.

Ningún hombre se escapa de tener una o varias manías. Las manías son las que nos diferencian a los unos de los otros, como los rasgos físicos, como los lunares o el dibujo de la nariz, como el color del pelo o de los ojos. Una de mis manías consiste en pasear a grandes pasos por las calles de una ciudad dormida. Encuentro un encanto extraño en sumergirme dentro del vacío de la noche. Se me figura que la ciudad está ausente, que los hombres se han ido, y que sólo queda allí, bajo las sombras, el esqueleto. Se me figura también que la ciudad es un documento histórico, un algo muerto que se puede interpretar fantásticamente, al arbitrio de la ima{198}ginación. El día tiene demasiados afanes; de día nos arrastra la zozobra de la lucha, y somos nosotros mismos, aunque a nuestro pesar, actores en el drama ciudadano. Pero de noche somos espectadores. Podemos ver el panorama de la ciudad muerta, levantarla en alas de nuestro ensueño, manosearla con nuestra imaginación. Entonces la ciudad es nuestra, mientras que durante el día somos nosotros de ella.

Buenos Aires duerme. Llega un momento de la noche en que la gran ciudad, unánime, se queda inmóvil. Millón y medio de almas se han dormido; miles de máquinas, cientos de grúas, infinidad de hornos, se han paralizado; y han quedado en suspenso infinitos negocios, combinaciones arriesgadas, proyectos temerarios. Los libros del Debe y el Haber están cerrados; las plumas descansan al borde los tinteros; las sumas quedaron interrumpidas; los fajos de billetes, a medio contar, aguardan al día próximo. El hilo de la vida se ha cortado. Como el sueño llega al niño y le cierra los ojos imperativamente, así ha llegado para la ciudad: igual que un{199} niño, la ciudad ha cerrado los ojos, y tan rápidamente vino el sueño, que los juguetes quedaron entre las manos apretadas… Pero la ciudad es un niño sin candor, y sus juguetes son demasiado dramáticos. Dinero: con un juguete que se llama «dinero», las bromas y los juegos acaban en sangre, en lágrimas, en dolor.

Buenos Aires tiene el sueño terminante y definitivo, como todas las poblaciones laboriosas. Tal vez en algunas de sus calles se prolonguen la luz y la vida hasta muy cerca del alba; acaso un coche, una pareja de paseantes rezagados, rompan con su ruido el silencio de la ciudad. Pero son rumores parciales y leves, casi vergonzantes. Hasta parece que ese coche tardío, esos dos amigos que pasan hablando bajo, hacen resaltar el silencio total. A media noche, Buenos Aires es una población muerta, silenciosa, inmóvil. Tiene un sueño de labrador cansado, el sueño característico de los seres que se mueven mucho durante el día.

Y en esa hora central de la noche, es un espectáculo incitante pasear por aquellos lu{200}gares que absorben la vida y el movimiento en las horas diurnas. Las calles laboriosas, las más pobladas y comerciales, son las que duermen con mayor intensidad. En el barrio de las oficinas y de los bancos hay tal silencio, tal soledad de noche, que el ánimo se encoge de cierto temor supersticioso. Caminando de noche por esas calles, se siente la impresión de cruzar un cementerio. La soledad se mete dentro del alma, el silencio se apodera de la mente; cae el silencio sobre uno como algo denso, como algo misterioso y cabalístico. Las pisadas propias resuenan huecamente. La sombra personal, persigue al cuerpo, le acompaña de lado, se antepone, según la posición de los mecheros de gas. Esa misma sombra de uno toma apariencia viva, supersticiosa e insinuante. Y cuanto más rotunda es la inmovilidad de las cosas, más sugestiones se desprenden de ellas. Las cosas, en fin, hablan entonces con palabras segundas. Esas cosas tienen de día un lenguaje material y grosero, el lenguaje de la realidad; pero de noche adoptan un lenguaje interior, un segundo lenguaje, hijo de esa segunda vida que{201} tienen las cosas, lo mismo que los hombres. Porque las cosas sueñan también. Si es cierto que duermen, ¿cómo podían no soñar?

¿Y cuáles serán los sueños de ese barrio comercial, corazón de Buenos Aires, pila cargada de electricidad? Alguna noche he querido yo descifrar esos sueños, y la vanidad de mi fantasía ha creído interpretarlos. Pero nuestra fantasía, seguramente, tiene sus límites, y ciertos sueños son inasequibles a la interpretación. El barrio duerme, el barrio de los negocios sueña. Está tendido a la margen del puerto, cerca de las vías del mar, por donde llegan los buques y las gentes y las mercaderías; la sábana negra de la noche lo cubre piadosamente. Ahí está el barrio codicioso, el barrio inquieto y vivaz, el barrio dramático, el más dramático de toda la ciudad. En sus casas no hay apenas mercancías; sólo hay tinteros, libros rayados, aparatos telefónicos, grandes cajas de acero. Los fardos y los cajones, las cosas reales y tangibles, las cosas de comer y de arder, están en otras calles. Sin embargo, ese barrio es el núcleo de la ciudad, el cerebro metálico que rige las ope{202}raciones de la inmensa urbe. Ahí están los bancos que conceden créditos, las oficinas que contratan, los remates que valorizan las propiedades, las agencias europeas, la Bolsa. Ahí están también los aventureros, los ambiciosos impacientes, los jugadores de fortunas, los manipuladores de empresas, tal vez los piratas urbanos que acechan víctimas desde el fondo de sus oficinas.

Ahora, cuando llega la hora central de la noche, el barrio entero se acuesta a dormir. Tiene un sueño capital, pesado. Recupera las fuerzas, para emprender la campaña del siguiente día. Mientras tanto, sueña… ¿Pero no sueña acaso también de día? Los negocios, el comprar y vender, el traspasarse las fortunas, el amontonar cifras, ¿es algo más que un sueño? Todos esos hombres que viven como a impulso de una corriente eléctrica, ¿qué son, sino soñadores? ¿Es verdad que viven despiertos? ¿Puede titularse vida real a ese ir y venir, a esa fiebre de todas las horas, a ese comer de prisa, a ese beber apresurado, a ese contar y recontar cantidades, a esa inquietud de monigotes movidos por hilos in{203}visibles? Todo eso es un sueño muy grande, y también muy humorístico.

Allá cerca duerme el puerto. Los grandes buques duermen a lo largo de los malecones. Los transatlánticos que cruzaron el peligro del Océano; los vapores chatos que trajeron las mercancías desde las antípodas; los barcos de vela, venidos desde los hielos del remoto septentrión; todos duermen, fatigados. Las grúas de los muelles descansan. Los gabarrones, negros y forzudos, están durmiendo como estúpidas bestias de carga. La brisa del estuario orea los vientres y los lomos de esos monstruos marítimos. Y del horizonte, como una faz despavorida, la luna emerge despacio, amarilla y tácita.

A la luz de la luna es grato contemplar la ciudad inmóvil. Tiene la luna una eterna facultad de engaño, de manera que las cosas más torpes se espiritualizan al beso de su luz. La luna se complace en poetizar una tapia ruinosa, y de cualquier torre vulgar hace un poema místico. Las calles prosaicas de Buenos Aires se afinan y ennoblecen con esa luz fraudulenta de la luna.{204}

El barrio de los ricos, por ejemplo, adquiere a la luz de la luna una suave espiritualidad.

El mismo río, mirado desde la boca de una calle del norte, se muestra argentado, poético, lleno de romanticismo; recuerda los lagos y los mares que los pintores escenógrafos ponen como decoración de las óperas antiguas. Y los palacios de ese barrio del norte, bajo la sugestión arbitraria de la luna, toman un carácter de cosa vieja, realmente aristocrática. Adquieren pátina, apariencia de vejez y de nobleza. El ánimo se olvida de que los palacios han sido construídos antes de ayer, por arquitectos anónimos, sobre planos de construcciones exóticas. Los palacios se ilustran y avejentan a la luz de la luna; las torres de pizarra simulan ser, en efecto, torres de mansiones feudales. Se piensa en damas nobiliarias, en pajes rubios y en señores de horca y cuchillo. Y así logran las familias recientes, que tienen por abolengo un honrado comerciante o un pacífico ganadero, igualarse a las nobles estirpes de las aristocracias europeas.

Entonces, cuando la luna navega por lo más alto del cielo y el silencio envuelve al{205} barrio linajudo, uno quisiera poseer alguna virtud maravillosa de las leyendas; ser, verbigracia, como un «diablo cojuelo», capaz de destapar las techumbres de los palacios y sorprender el sueño de los salones, de las joyas, de las personas. Cruzar los corredores entapizados, oír el tic-tac de los relojes, y percibir y entender los latidos de las almas. Descifrar el sueño del señor que ha lanzado sobre un tapete verde una fortuna; interpretar el sueño de las damas, entretejido de cintas de cotillón y flirteos trascendentales; leer la última página del libro, que ha quedado abierto sobre el sofá; leer asimismo la última frase de la carta íntima, o la última nota del piano confidente. Y oír las palabras sin sonidos que se dicen las sedas y las plumas, la conversación imperceptible de los brillantes y las perlas, los cuchicheos y las risas de los pendientes, los collares, las pulseras. Todo ese mundo reservado; todas esas joyas y sedas que viven en contacto con las carnes rosadas; que se recuestan sobre el seno, en la parte del corazón; que aprietan los pulsos de las muñecas; que rodean las gargantas y oprimen las sienes;{206} todas esas cosas calladas y leales que conocen los secretos del pulso y del corazón, que saben todos los matices de la emoción, que asisten a los más disimulados temblores de sus bellas dueñas; ese mundo tácito de cosas sabias e íntimas está ahí, sobre las consolas y mesillas, y uno siente la ambición de oírle hablar a ese mundo hermético, que lo sabe todo, y que sabe callarlo todo también.

Los teatros cierran sus puertas en el centro, en el corazón de la ciudad. Es aquella parte de la población que se destina a los gozadores impenitentes, llena de cafés y de bares, de farándula y de mujeres empolvadas. Cuando el resto de la ciudad se hunde en su sueño pesado, en esas pocas calles se mantiene aún la supremacía del vicio despierto, de la alegría repintada, de una alegría que tiene precio y que se cotiza brutalmente a la luz de los grandes focos eléctricos. Allí acuden las almas insaciables, queriendo prolongar la ilusión del día. Allí se congrega ese mundo difuso, heterogéneo, cosmopolita, como en los remansos de los grandes ríos se amontonan los restos de tantas correntadas. Ingleses de{207} afilado perfil, alemanes de caras apopléticas, italianos gesticulantes, criollos irónicos, suizos borrosos y vulgares, algún yanqui ciclópeo, y después los tipos indefinidos, indescifrables, con rasgos tenebrosos y cataduras frías, siniestras.

Toda esa multitud se aglomera, oscila, habla, ronda en un pequeño espacio, como si todos los que la componen fuesen amigos. Nada, sin embargo, hay de común entre ellos, como no sea la unánime sed de placeres. Han trabajado durante el día afanosamente, sumando cifras, combinando negocios, moviendo los resortes de la vida económica del país. Al llegar la noche se sienten vacíos. Quieren lanzarse a quiméricas dichas, por esa ilusión romántica de que ningún hombre se ve libre. Se sienten vacíos. Vacíos de ternura familiar, de ideales domésticos, de ambiciones puras o espirituales. Su ideal de trabajo y de fortuna, su lucha por la conquista del triunfo financiero no les llena el alma lo suficiente. Al cerrar sus libros de cuentas, al cerrar sus oficinas, les queda un enorme vacío en el alma. Entonces acuden al teatro, al restaurant, al{208} whisky, a la cerveza, a la dama de mejillas repintadas. Pasan las horas, se suceden los espectáculos y su vacío continúa sin llenarse. Más allá de la media noche, todos andan rodando, codeándose, con un no sé qué de angustia en las miradas. Algunos están ebrios y esos son los más dichosos—tan dichosos como los que duermen.—Y entonces, en plena calle, comienza la impudorosa cotización del placer femenino. Pasan las féminas carnosas, grandes hembras rubias arrancadas de las aldeas austriacas, polacas o rumanas. Se van por parejas. Otros se alejan solos, cansados.

Los violines, mientras tanto, dejan oír sus gemidos en el fondo de los cafés. Más de una vez he penetrado yo a beber cosas que no me apetecían, por escuchar las voces inactuales de esas orquestas asalariadas que se obstinan en prodigar sus sartas de ensueños ideales ante gentes distraídas y sordas. Cuando un café, pasada la media noche, está lleno de un público glotón o gesticulante, uno está seguro de que la música de esa orquesta se le reserva a él solo, como un regalo gratuito y sorprendente. Nadie hace caso de las lamen{209}taciones del violoncelo; el violín primero ensaya en vano sus apasionadas frases; el tecleo elegante del piano no encuentra, de seguro, quien le atienda. Y, sin embargo, aquellos músicos obsesos, aquellos buenos padres de familia, que han dejado su hogar caliente y los hijitos durmiendo, todo lo olvidan ante la divina seducción de su arte amado, y tocan ardorosa, honradamente, como si, en efecto, les escuchase un auditorio atento. Pero nadie les hace caso.

Entonces es agradable entrar y encender un cigarro. Envuelto en la atmósfera de humo, en medio de aquella claridad fascinante de las cien bombillas eléctricas, apartando, con un esfuerzo de la imaginación, la realidad modesta de aquellos hombres que beben y gesticulan, uno puede entonces figurarse muy bien que la orquesta ha sido traída para él, y que los acordes de Beethoven o de Wagner se le dedican a él exclusivamente. Y puede uno soñar con las cosas eternas, puras, lejanas; con el cielo crepuscular de otoño, con un paisaje de primavera en la montaña, con el mar y los bosques…{210}

Los violines, por último, interrumpen sus gemidos. Aquel trozo de la ciudad, de grandes focos eléctricos, de alcohol y de mejillas empolvadas, concluye por dormirse también. Canta un gallo imprevistamente. Una carreta madrugadora, cargada de verduras, pasa hacia el mercado…

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